Author : Degrelle Léon
Title : Hacia el poder a los 25 años
Year : 19**
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Yo he visto, a los treinta y ocho años, saltar en mil pedazos mi vida de jefe político y romperse mi vida militar (general, comandante de un cuerpo de ejército) ¿Cómo, a los veinticinco años, se podía irrumpir tan joven en la vida de un Estado, y llegar al umbral del poder tan rápidamente? Evidentemente, el éxito depende de las coyunturas históricas. Es un hecho que algunas de ellas no producen más que aburrimiento y ahogan toda vocación. En tanto que en otras, lo que es excepcional, surge, se acrecienta, se despliega. Si Bonaparte hubiese nacido cincuenta años antes, hubiera terminado sin duda su carrera como tripudo comandante militar de una ciudad provinciana. Hitler hubiese vegetado, sin la Primera Guerra Mundial, como un semi-burgués amargado, en Múnich o en Lintz. Y Mussolini hubiera podido llegar a maestro en Romaña para toda su vida, o pasarla en la prisión Mamertina, conspirador impenitente, en los siglos somnolientos de los Estados pontificios. Las corrientes espirituales y pasionales, al igual que los ejemplos que animaban Europa hacia los años '30, abrieron a las vocaciones y a las ambiciones horizontes excepcionales. Todo fermentaba, todo estallaba: la Turquía de Ataturk - coloso impresionante de salud, que se juergueaba por las noches como un sargentón, y ejercía durante el día una autoridad omnipotente; el único dictador que murió con oportunidad, es decir, en su cama - al igual que Italia, en la que acababa de enseñorearse Mussolini, César motorizado. De un país anarquista y cansado, el Duce había, en algunos años, rehecho un país ordenado. “Si yo fuese italiano, sería fascista”, llegó a decir un día Winston Churchill. Él mismo me repitió esta frase una tarde, después de comer en el restaurante de los comunes de Londres. Y, sin embargo, Italia le irritaba; se había atrevido a pasar del papel modesto que le asignaron las potencias, a país imperial, reservado hasta entonces en exclusividad al insaciable apetito y al orgullo británico. El ejemplo de Mussolini había fascinado a Europa y al mundo como nadie había logrado hasta entonces. Se le fotografiaba con el torso desnudo, segando las mieses en las marismas desecadas del Agro Pontino. Sus aviones franqueaban el Atlántico en escuadras impecables. Una inglesa se había precipitado a Roma, no para proclamar un amor histérico, como tantas otras, sino para descargarle muy poco amablemente una pistola cuya bala rozó un ala de su nariz. Sus balillas desfilaban cantando por todas partes. Sus obreros inauguraban impresionantes instalaciones sociales, las más clamorosas del continente por entonces. Los trenes italianos ya no se detenían en pleno campo, como en 1920, para obligar a bajarse al cura que había tenido la impertinencia de ocupar un lugar en él. Reinaba el orden. Y la vida. Todo progresaba, sin partidos para cacarear. Y sin conflictos sociales. Nacía la Italia industrial, del E.N.I. a la Fiat, en la que Agnelli creaba, por orden del Duce, un coche popular mucho antes de partir con los voluntarios italianos hacia el frente ruso donde, en 1941, luchó a nuestro lado en la cuenca del Donetz. Esta Italia industrial que encontró su puesto en el mundo después de la muerte de Mussolini fue - y se olvida demasiado a menudo - creada por el Duce. ...
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